1

Uno suele desperdiciar el tiempo. Ayer, por ejemplo, fui a una fiesta en la que me aburrí demasiado. Durante las seis horas que pasé en ese lugar pensaba en cuántos otros lugares podía estar —no muchos— y cuántas otras cosas podría estar haciendo —dormir, leer, escribir, mirar algunos capítulos de New Girl.

Agradablemente la noche se salvó gracias a un espectáculo de danza. Alrededor de las cuatro de la mañana se presentó un elenco de bailarines que comenzó a animar la fiesta. Ese espectáculo demandó, al menos, una hora de mi atención. Vale confesar que la mayor parte de los que estaban en el lugar ni siquiera lo miraron. Pero, como he dicho, yo estaba especialmente aburrido. Y a eso hay que agregarle algo, una de las bailarinas era hermosa.

Mi bailarina era colorada, hermosa, tenía una gran elasticidad y bailaba bastante bien. Era carismática: todos los que hubiesen prestado atención la habrían observado a ella. Durante una hora me concentré en ella. La vi seguir con precisión las coreografías, la vi actuar con efusión en aquellos momentos no coreográficos y la esperaba con ansias cada vez que se ocultaba hacia los camarines.

Después de esa hora también me aburrí de ella. O de ese juego de espectador baboso. O quizás sólo caí en la cuenta de que yo estaba en ese lugar para festejar un cumpleaños ajeno. Y más allá de mi aburrimiento, debía pasar tiempo con el celebrado. Así que volví con el grupo de no amigos que el cumpleañero había invitado y traté de bailar o hacerme parte del grupo. Pero ya era tarde y estaba cansado, así que a los tres temas volví a apartarme, esta vez hacia la barra.

Ahí me puse a pensar «cuántas horas del día desperdiciamos a diario». Miré el reloj y me di cuenta de que había pasado en el lugar al menos cuatro horas. Entonces caí en el tópico que alguna vez me propuso una amiga: “¿Qué harías si el mundo se terminase en cuatro horas?”

2

La situación me hizo recordar esa propaganda de Axe en la que un tipo abrazado a dos mujeres entra a la fiesta del Apocalipsis. Si la noche de ayer hubiese sido el fin del mundo, yo habría desaprovechado mis últimas horas. En la fiesta estaba solo, lejos de casa y en un lugar en el que, en otras condiciones, no hubiese querido estar. Sinceramente, me pregunté ¿es una fiesta la mejor forma de pasar tus últimas horas?

Entonces, recordé una película que vi a principios de este año, Melancholia. Un mal resumen de la película podría ser el siguiente: Se sabe que un meteorito va a destruir la tierra y los protagonistas de la historia hacen una fiesta para esperarlo. En realidad, uno de los personajes está confiado en unos cálculos matemáticos que desmienten eso. Finalmente, este personaje —padre de familia— se da cuenta de que el final es inevitable y se suicida. Su mujer, su hijo, y su cuñada pasan sus últimos momentos jugando.

La película no es mala, yo la cuento mal. Aún así, noto una relación entre esa película y la propaganda de Axe: la celebración. Tanto en las fiestas como en los juegos no importa mucho la sucesión del tiempo, y sin embargo ambas actividades tienen etapas; uno puede abandonar en cualquier momento; la gente que juega o festeja son parte de una comunidad en los que rigen ciertas convenciones: si hay música hay que bailar, por ejemplo. Cada elemento de esa celebración es un símbolo que se torna reconocible en la medida en la que uno ya esté introducido en esas convenciones o en esa comunidad.

Son estas celebraciones formas de evitar pensar en la sucesión del tiempo. Los juegos y las fiestas se rigen por un tiempo otro. Los cumpleaños, que son una forma de señalar el avance del tiempo, requieren alguna celebración. De alguna manera u otra, la idea de la celebración es la de evitar hablar sobre algo.

Hace poco leí un texto de Gonzalo Garcés en el que explicaba cómo había surgido el carnaval. Según contaba, los católicos comenzaron a celebrar los carnavales debido a que en el período anterior a las Pascuas, denominado Cuaresma, debían pasar cuarenta días, con sus cuarenta noches, en ayuno —una comida por día— y en abstinencia. Así que, decidieron que si tenían que pasar tantos días en esa situación se iban a dar dos días en los que comería, tomarían y cogerían. Así se inician las santas celebraciones de los carnavales. La gente de Axe no es muy ocurrente.

3

Me dije que debía escribir todo lo que me había pasado. Por lo que comencé a pensar cuánto tardaría en llegar a mi casa. No disfruto salir al centro, y menos los fines de semana. Los colectivos reducen su frecuencia y los subtes comienzan muy tarde. Así que, a pesar de la demora, tenía que recordar los lineamientos básicos de lo que quería contar.

Cuando salí del lugar, tardé en encontrar la parada de algún colectivo que me llevase a casa. Por suerte, los canillitas siempre saben todo. El de la estación Lacroze me dijo dónde estaba la parada del 112 y cuando lo tomé pude viajar sentado. En el viaje, de a ratos, me dormía. Pero cuando despertaba miraba por la ventanilla y trataba de ubicarme: Boedo, Pompeya, Lanús. La estación de Lanús era mi destino momentáneo. Ahí me tomé el 165 que me deja a dos cuadras de casa. En total, fueron casi dos horas de viaje —aunque Google Maps indica que por esa misma ruta debería haber tardado un poquito más de una hora.

Al llegar a casa eran las ocho. Cerca de la puerta estaba tirado el diario. Eso daba cuenta de dos cosas: era domingo y mis padres se encontraban dormidos. Me imaginé que, si esas hubiesen sido mis últimas cuatro horas, había estado viajando dos horas para llegar a un lugar en el que las únicas personas que me esperaban estaban roncando.

Prendí la computadora y me senté a escribir algunas líneas centrales: aburrimiento, bailarina, fiestas/juego, colectivo, distancia. Por entonces pensé utilizar el tópico del colectivo para contar algunas cosas que se me habían ocurrido entre sueños, pero como esas cosas siempre se me olvidan ahora sólo puedo pensar en el recorrido espacio-temporal.

4

“Rosario siempre estuvo cerca” reza una canción de Fito Paez. La mitología popular dice que en auto y desde Buenos Aires uno puede llegar a muchos puntos del país en cuatro horas. Uno de ellos es Rosario. Si yo me enterase de que el mundo se termina en cuatro horas no viajaría. Probablemente los caminos estarían atascados y nadie llegaría a destino a tiempo.

Mi cabeza viene y va. Las ideas se enlazan constantemente. Por ejemplo, ahora se me vino a la mente uno de los capítulos de Los Simpsons. Es aquel en el que Bart descubre un meteorito que, da la casualidad, impactará en Springfield. Al principio todos se contentan con la solución que el profesor Frink le da al problema. Pero cuando eso falla y ya no hay manera de salir de la ciudad, caen en la desesperación.

Es bastante irónico que el personaje de Ned Flanders, al que se lo representa con una fe verdadera, sea el único con un refugio. Ante la imprevisión y el miedo, todos los habitantes de Springfield terminan en su refugio. Pero hay un problema, la puerta no cierra, y Flanders termina expulsado.

Mientras esperan la caída del meteorito, todos los del interior del refugio se ponen a jugar a las adivinanzas. Afuera Ned canta. En algún momento, Homero se cansa y dice que no puede dejar a un valiente morir en soledad. Sale del refugio y va en compañía de Flanders. Luego llegan todos los demás habitantes del pueblo y entonan la canción: Whatever will be, will be.

En ese momento ven arribar lo que suponen es el fin de sus vidas, y se ponen a realizar la única actividad que los consuela: cantar. Cuando no hay manera de evitar lo inevitable, al menos queda el consuelo de no tener que pensar en ello.

5

Desperté cerca del mediodía. A la dos de la tarde tenía un asado con amigos. Me bañé y una vez que terminé miré el reloj. Aún tenía una hora y media. ¿Qué hacer durante ese tiempo? Decidí que lo mejor era arrancar de una vez por todas a escribir este texto. Me senté frente a la computadora y comencé a teclear las primeras palabras. Entonces tuve que recordar todas y cada una de las cosas que quería contar. Las imágenes que uno trae de la memoria pueden no sucederse en una secuencia lineal. Así que tuve que armar el relato. De esa forma, trataba de acercar mi experiencia a quien leyera. Omití algunos detalles, a veces es conveniente que no abunden para no perder la línea de lo que se quiere decir. Aún así tuve mis digresiones.

Cerca de las dos de la tarde sonó el teléfono de casa, era uno de mis amigos. Me dijo que me estaban esperando para el asado: “¿Venís?”. No llegué a terminar el texto y no volví a pensar en él hasta la noche. Entonces me puse a terminarlo y me di cuenta de lo siguiente:

De alguna manera necesitaba pasar el tiempo, necesitaba divertirme y decidí encarar la escritura de esto. Fue ahí que comprendí que la respuesta a la pregunta “¿Qué harías si el mundo se terminase en cuatro horas?” era sencilla: escribiría.

¿Con qué finalidad? Al fin y al cabo el mundo se destruiría y ya nadie podría leerme. Con la única finalidad con la que hacemos la gran parte de las cosas que hacemos: no sentirnos solos y no pensar en el paso del tiempo.